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visitante. Al abrirla, Oliver Dain, o Mauvais, o Diable, pues por todos
estos nombres era conocido, penetró en la habitación.
Este hombre hábil, pero sin principios, ha sido ya descrito, pero
sólo en su aspecto externo. El parecido más acertado para sus movimientos
y modales era a los de una gata, la cual, mientras está tendida,
dormitando al parecer, no mientras se desliza por la habitación con pasos
lentos, cautelosos y tímidos, está ocupada en vigilar el agujero de algún
ratón desgraciado, y unas veces se restrega con confianza y cariño
manifiesto contra aquellos por quienes desea ser acariciada, y poco
después se precipita sobre su presa, o araña, quizá sobre la misma
persona a quien antes engatusaba.
Entró con el cuerpo encorvado, con una mirada modesta y humilde, y
puso tanta finura en su salutación al seignior Balafré, que cualquiera
que hubiese estado presente hubiera deducido que venía a pedirle un favor
al arquero escocés. Dió la enhorabuena a Lesly por la conducta excelente
de su joven pariente en la cacería de aquel día, que, según pudo
observar, había hecho que el rey se fijase en él de un modo especial.
Aquí se detuvo para obtener una respuesta, y con sus ojos fijos en el
suelo, excepto una o dos veces en que los levantó para mirar de través a
Quintín, escuchó estas palabras de Balafré. «Que Su Majestad no había
sido afortunado en no tenerle a su lado en vez de a su sobrino, pues él,
sin titubear, hubiera clavado su lanza en el bruto, asunto que, según
comprendía, Quintín había dejado que Su Majestad resolviese por sí solo.»
-Pero será una lección para Su Majestad -dijo- para en otra ocasión
dar mejor caballo a hombre de mi talla; pues ¿cómo puede pretenderse que
un caballo flamenco de tiro pueda estar a la altura del caballo normando
de carrera de Su Majestad?
El maestro Oliver sólo replicó a esta observación lanzando hacia el
intrépido y obtuso charlatán una de esas miradas lentas, dudosas, que
acompañadas de un ligero movimiento de la mano y de una ligera
inclinación de la cabeza hacia un costado, puede ser interpretada, bien
como un raudo asentimiento a lo que se ha dicho, o como un ruego
indirecto para no insistir en el mismo tema. Fué una mirada más
escrutadora, más penetrante, la que dedicó al joven al decirle con
sonrisa ambigua:
-¿Es, pues, joven, costumbre de Escocia el consentir que sus
príncipes corran peligro por falta de ayuda en casos de apuro como el de
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hoy?
-Es nuestra costumbre. -contestó Quintín decidido a no dejar
vislumbrar nada de lo ocurrido- no molestarles con ayudas en pasatiempos
honrosos cuando pueden pasarse sin ellas. Pensamos que un príncipe en una
cacería debe correr la suerte de los demás y que asiste a ella con ese
fin. ¿Qué sería de las cacerías sin fatigas y sin peligros?
-Ya oye usted al bobo -dijo su tío-; siempre hace igual; tiene una
respuesta o una razón siempre dispuesta para todo el mundo. No sé de
quién ha aprendido ese modo de ser; yo nunca pude dar una razón de lo que
he hecho en mi vida, excepto del comer cuando tengo hambre, o de pasar
revista u otros deberes por el estilo.
-Le ruego, digno seignior -dijo el barbero real mirándole por debajo
de los párpados-, ¿cuál es la razón que da para pasar revista cuando
llega el caso?
-La de que el capitán me lo manda -dijo Le Balafré-. Por San Gil,
¡no conozco otra razón! Si él se lo encargase a Tyrie o a Cunningham,
harían lo mismo.
-¡Una causa final muy militar! -dijo Oliver- Pero, seignior Le
Balafré, se alegrará usted, sin duda, de saber que Su Majestad está tan
lejos de estar disgustado con la conducta de su sobrino, que le ha
escogido para desempeñar esta tarde un servicio.
-¿Que le ha escogido? -dijo Balafré muy sorprendido-. Me habrá
escogido a mí. Supongo que es eso lo que quiere dar a entender.
-Quiero decir precisamente lo que digo -replicó el barbero en tono
suave pero decidido-; el rey desea encargar a su sobrino una comisión.
-¿Cuál, por qué y por qué causa? -dijo Balafré-. ¿Por qué escoge al
muchacho y no a mí?
-No puedo sacarle de dudas, seignior Le Balafré; esa es la orden de
Su Majestad. Pero -añadió- en el terreno de la conjetura bien pudiera ser
que Su Majestad tuviese algo que hacer más propio para un joven, como su
sobrino, que para un experimentado guerrero como usted, seignior Balafré.
Por tanto, joven caballero, coja sus armas y sígame. Traiga consigo su
arcabuz, pues ha de hacer guardia de centinela.
-¡Centinela! -dijo el tío-. ¿Está usted seguro de tener razón,
maestro Oliver? Las guardias interiores del castillo nunca han sido [ Pobierz całość w formacie PDF ]

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