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marchaba Eustaquio.
¿Qué experimentó el viejo Taras a la vista de
su hijo? ¿Qué pasó entonces en su corazón?...
Contemplábale entre la multitud sin perder uno
solo de sus movimientos. Los cosacos habían lle-
gado ya al lugar del suplicio: el joven se detuvo. A
él le tocaba primero apurar ese amargo cáliz. Ten-
dió una mirada a los suyos, levantó una de sus
manos al cielo, y dijo en alta voz:
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NI C OL AS GOGOL
-¡Haga Dios que todos los herejes reunidos
aquí no conozcan de qué manera es torturado un
cristiano! Que ninguno de nosotros pronuncie una
palabra.
Dicho esto se acercó al cadalso.
-¡Bien, hijo, bien! -dijo Bulba dulcemente incli-
nando hacia el suelo su cabeza gris.
El verdugo arrancó los harapos que cubrían a
Eustaquio; metiéronle los pies y las manos en una
máquina hecha expresamente para este uso, y...
No turbaremos el alma del lector con el cuadro de
tormentos infernales cuya sola idea haría erizar los
cabellos. Era el fruto de tiempos groseros y bárba-
ros, cuando aún llevaba el hombre una vida san-
grienta, consagrada a las hazañas de la guerra, y
que había endurecido completamente su alma
desprovista de toda idea humanitaria. En vano al-
gunos hombres aislados formaban una excepción
en su siglo, mostrándose adversarios de esas bár-
baras costumbres; en vano el rey y varios caballe-
ros de inteligencia y de corazón hacían presente
que semejante crueldad en los castigos sólo servía
para inflamar la venganza de la nación cosaca: el
rey, con todo su poder, y las prudentes opiniones
de hombres sensatos eran impotentes contra el
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desorden, contra la voluntad audaz de los magna-
tes polacos, que, por una falta inconcebible de
previsión y por una vanidad pueril, habían conver-
tido su asamblea en una sátira del gobierno.
Eustaquio sufría los tormentos y las torturas
con un valor gigantesco. Ni un grito, ni una queja
exhalaba ni aun cuando los verdugos empezaron a
romperle los huesos de los pies y de las manos,
cuando el terrible ruido que se hacía al descoyun-
tarlos se dejó oír de los más apartados espectado-
res, y las jóvenes volvieron los ojos con horror;
nada que se asemejase a un gemido salió de su bo-
ca; su semblante no demostró la menor emoción.
Taras permanecía entre la multitud, con la cabeza
inclinada, y levantando de cuando en cuando los
ojos con orgullo, decía solamente en tono de
aprobación:
-¡Bien, hijo, bien!...
Pero cuando se hubo acercado a las últimas
torturas y a la muerte, su fuerza de alma pareció
abandonarle. Paseó sus miradas a su alrededor:
¡Dios de bondad! ¡Sólo vio rostros desconocidos,
extraños! ¡Si al menos hubiesen asistido a su fin
algunos de sus próximos parientes! No es que de-
seara oír los angustiosos ayes de una débil madre,
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o los gritos insensatos de una esposa, arrancándo-
se los cabellos y golpeándose su blanco seno, no,
lo que deseaba era ver al lado de su hijo a un
hombre valeroso que le aliviase con una palabra
sensata y le consolase en su última hora. Su cons-
tancia sucumbió, y en el abatimiento de su alma
exclamó:
-¡Padre! ¿En dónde estás? ¿Oyes todo eso?
-¡Sí, oigo!
Esta palabra resonó en medio del silencio uni-
versal, y todo un millón de almas se estremecieron
a la vez. Un pelotón de guardias de caballería se
lanzó para examinar escrupulosamente los grupos
del pueblo. Yankel se volvió pálido como un difun-
to, y cuando los soldados se hubieron alejado un
poco, volvióse con terror para mirar a Bulba, pero
Bulba no estaba a su lado. Había desaparecido sin
dejar rastro alguno.
Pronto tendremos noticias de él.
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T A R A S B U L B A
XII
Ciento veinte mil hombres de tropas cosacas
aparecieron en las fronteras de la Ukrania. Esto no
era ya un partido insignificante, un destacamento
guiado solamente por el lucro del botín o enviado
en persecución de los tártaros. No, habíase levan-
tado la nación entera, porque su paciencia se había
agotado; habíanse levantado para vengar sus dere-
chos insultados, sus costumbres convertidas ig-
nominiosamente en objeto de burla, la religión de
sus padres y sus santos usos ultrajados, sus tem-
plos entregados a la profanación; para sacudir el
yugo de los nobles extranjeros, la opresión de la
unión católica, la afrentosa dominación de los j
u-
díos en un país cristiano; en una palabra, para
vengar todos los agravios que alimentaban y au-
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NI C OL AS GOGOL
mentaban hacía mucho tiempo el odio salvaje de
los cosacos.
El hetman Ostranitza, guerrero joven, pero de
una inteligencia superior, iba a la cabeza de consi-
derable ejército cosaco. Junto a él estaba Gouma,
su antiguo compañero, de mucha experiencia.
Ocho polkovniks conducían polks doce mil comba-
tientes. Dos iésaouls generales y un bountchoug, o
general de retaguardia, venían enseguida del
hetman. El abanderado general marchaba delante
con la primera bandera, flotando en el aire otros
varios estandartes y banderas; los compañeros de
los bountchougs llevaban lanzas adornadas con colas
de caballo; también había varios otros empleados
de ejército y muchos escribanos de polks seguidos
de destacamentos, a pie y a caballo. Contábanse [ Pobierz caÅ‚ość w formacie PDF ]

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