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criaturas?
Sin levantar los ojos, escuchaba los lamentos de mi familia, que
me destrozaban el corazón, y que, se prolongaron hasta el instante en
que, viendo Baruch abatida y sin fuerzas a Zeffen, huyó rápidamente,
gritando:
-¡Es necesario!.. ¡es necesario!. ¡Adiós Zeffen! ¡Adiós, hijos mí-
os! ¡Adiós, padres, adiós!
¡Nadie le siguió!
Sin atrevernos a respirar, escuchamos el ruido del carruaje que le
conducía: después se apoderó de nosotros una profunda melancolía
que pudiera pintarse solamente, recordando este doloroso cántico:
«Muy fatigados nos detuvimos cerca del río de Babilonia acor-
dándonos de Sión. Allí colgamos nuestras arpas en las ramas de los
sauces. Cuando aquellos que nos habían conducido nos dijeron:
-¡Dejadnos oír vuestros cantos de Sión! -les respondimos: -¿ Cómo
queréis, que entonemos himnos al Eterno, en una tierra extranjera?»
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Empero en este día debía recibir un disgusto mucho más grande
que los anteriores.
Recordarás, Federico, que Sara me había dicho la noche antes,
durante la cena, que si no recibíamos la factura de los aguardientes,
quedarían éstas de cuenta y riesgo del señor Quataya de Pezenas, de-
clinando por nuestra parte toda responsabilidad en este asunto.
Yo lo comprendía así y me parecía justo. Además, como las
puertas de Francia y Alemania estaban cerradas desde las tres de la
tarde, todo lo consideraba acabado por esta parte y estaba tranquilo.
 ¡Es una desgracia Moisés -pensaba paseando a trancos por la
habitación, -es una desgracia que no hayan, expedido el alcohol ocho
días antes! A no haber sido así, habrías realizado un excelente nego-
cio. En fin, de todos modos, el hecho es que, has salido de cuidado.
Esto te servirá de lección. ¡Conténtate, Moisés, conténtate, con tu an-
tiguo comercio! ¡No te metas otra vez en semejantes empresas, que te
roban la paz del alma! ¡Guárdate, de arriesgar tu dinero a un golpe de
azar, y que, esto no se repita!
He aquí las reflexiones que, me hacía cuando, a eso de las cuatro,
percibí en la escalera un paso tardo y pesado, semejante, al de un
hombre que busca su camino en medio de la obscuridad.
Zeffen y Sara estaban en la cocina preparando la cena. Como las
mujeres tienen siempre alguna cosa que decirse en secreto, estaban
charlando y no pudieron oírle. Escuché, pues, atentamente, y abrí la
puerta de par en par preguntando:
-¿Quién va?
 ¿No vive aquí el señor Moisés, traficante en aguardientes?
-repuso un individuo con blusa azul y sombrero de alas anchas, cuyo
oficio de carretero se adivinaba a tiro de ballesta por el látigo que traía
en la mano.
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Al oír aquellas palabras, palidecí horriblemente. No obstante, re-
poniéndome al punto contesté:
-Yo soy Moisés; ¿qué se ofrece?
Entró el desconocido en la estancia, sin aguardar permiso, para
hacerlo y sacando de debajo de su blusa una cartera de badana de la
cual extrajo unos papeles, dijo alargándomelos:
-Tome usted; son las facturas, del espíritu de vino. ¿No es usted
quien espera las doce pipas de Pezenas?
-Sí, ¿dónde le están?
-En la colina de Mittelbron, a veinte minutos de aquí -respondió
tranquilamente el carretero: -Los cosacos han detenido mis carros, me
han obligado a desenganchar los caballos y con no poco trabajo he
logrado salvarme, entrando en la plaza por la única poterna que ha
quedado abierta.
Mientras me decía esto, sentí que no podían sostenerme mis
piernas. Tuve que dejarme caer sobre un sillón, sin poder articular
palabra.
-Es preciso que me pague, usted los portes y firme el recibo de
los aguardientes -añadió el carretero.
 ¡Sara! ¡Sara! -exclamé con voz desfallecida.
Mi mujer y Zeffen se presentaron al punto. El carretero entonces
les explicó el asunto de que se trataba. Por mi parte, no comprendía
nada de lo que, pasaba en derredor mío: solo tenía fuerzas para gritar:
-¡Todo está perdido!.. ¡Habré de abonar hasta el último liard, sin
recibir la mercancía!
Pero Sara, que no perdía tan fácilmente la serenidad, le contestó:
-Estamos dispuestos a pagar, pero este documento consigna ex-
presamente que las doce pipas han de ser entregadas en la plaza...
-Antes de venir aquí -interrumpió el carretero, -he querido ase-
gurarme de mí derecho.
Vengo de casa del juez de Paz, quien me fía dicho que todo corre
de cuenta de ustedes, lo mismo el aguardiente, que mis carros y caba-
llos. He desenganchado éstos, y me he puesto en salvo con ellos: esto
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menos tendrán ustedes que abonar. Ea, ¿quieren ustedes pagarme o
no?
Estábamos medio muertos de espanto cuando llegó el sargento, el
cual, habiendo oído los gritos del carretero, preguntó en tono amena-
zador:
-¿Qué le pasa a usted, señor Moisés? ¿Qué pide este hombre?
Sara que recobraba enseguida su sangre fría le contó el caso lisa
y llanamente.
-¡Oh! -exclamó el veterano. -¡Doce pipas de espíritu de vino, de
las cuales pueden salir veinticuatro toneles de excelente coñac! ¡Qué
contenta se pondrá la guarnición!
-Cierto -repuse yo, -pero es el caso que esas doce pipas no pue-
den entrar en la plaza, cuyas puertas están cerradas. Además, los cos-
mos, según dice este hombre, han rodeado los carros, y a estas horas...
-¿Quién ha dicho que no entrarán? -interrumpió el sargento.
-Vamos, señor Moisés, ¿acaso el gobernador es tan imbécil? ¿Cree
usted que rechazará, esas veinticuatro pipas de coñac, cuando el sol-
dado carece de tan necesario licor? ¡Ja, ja! ¡bueno es él para dejar era
ganga a los cosmos!
Después, volviéndose a mi esposa añadió:
-Ea, señora Sam, pague, usted sin miedo; y usted, señor Moisés,
póngase el capote y sígame a casa del gobernador, con la factura en el [ Pobierz caÅ‚ość w formacie PDF ]

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