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de mal augurio, y observó que en la época de la famosa catástrofe ocurrida en el comercio de índigo, había
previsto ya que durante toda su vida quedaría expuesta a toda clase de insultos y ultrajes; que, por lo tanto,
no se extrañaba de lo ocurrido, y que suplicaba que nadie se ocupase de ella en lo más mínimo -¿qué era ella
en realidad? ¡Dios mío, nada! ¡Un cero a la izquierda!-. Y, por fin, que procurasen olvidar que una criatura
tan mísera hubiese existido, y que todo el mundo siguiese su camino como si ella no hubiese vivido jamás.
Pasando de este tono amargo y sarcástico a un lenguaje inspirado por la cólera, hizo escuchar la notable
frase siguiente: «Que el vil gusanillo se yergue cuando le pisan»; después de lo cual expresó un tiernísimo
pesar. Si siquiera hubiesen depositado su confianza en ella, ¡qué ideas tan distintas le hubieran sugerido!
Aprovechándose de esta crisis operada en sus sentimientos, la expedición la abrazó; entonces la señora
Fielding se puso los guantes y se dirigió a casa de John Peerybingle con actitud irreprochable, como mujer
de mundo, llevando en la cintura, envuelto en un papel, un gorro de ceremonia, casi tan alto y seguramente
tan rígido como una mitra.
El padre y la madre de Dot, que debían acudir en otro carruaje, tardaban más de lo regular; hubo alguna
inquietud y se miró con frecuencia la calle por si se les veía. May Fielding miraba siempre desde un punto de
vista opuesto al de todos y en dirección moralmente imposible; y cuando se lo hacían notar, decía creer que
podía tomarse la libertad de mirar donde mejor le pareciera. Por fin llegaron los dos; formaban una parejita
gordinflona que andaba a buen paso, menudo y firme, verdadera señal peculiar de la familia Dot. Dot se
parecía muchísimo a su madre.
Entonces la madre de Dot tuvo que entablar nueva amistad con la madre de May; ésta se daba
continuamente aires de soberana, mientras que la madre de Dot no hacía más que mover sus ligeros
piececitos. Y el viejo Dot -quiero decir, el padre de Dot; he olvidado su verdadero nombre, pero no importa-
se tomaba ciertas libertades con respecto a la señora Fielding; estrechole la mano inmediatamente, sin gran
reverencia hacia el gorro de ceremonia, en el cual no pareció hallar más que una mezcla de engrudo y
muselina, y no manifestó la menor sensibilidad hacia la catástrofe del índigo, en vista de que no podía
remediarse ya; en resumen: según la definición de la señora Fielding, era un hombre bonachón, ¡pero tan
grosero!...
Por nada del mundo quisiera olvidar a Dot, que hacía los honores de la casa con su traje de boda.
¡Bendito sea su lindo semblante! Tampoco me olvidaré del mandadero, que tan jovial y tan rubicundo se
sentó a la cabecera de la mesa, ni del moreno y audaz piloto, ni de su graciosa mujer, ni de ningún otro
convidado. En cuanto a la comida, sentiría mucho no poder hablar de su esplendidez. Nunca se ha saboreado
comida tan substanciosa y apetitosa, y no dejaré de mencionar los rebosantes vasos que se hicieron chocar en
honor de las bodas; olvido que sería indudablemente el peor de todos.
Después de la comida, Caleb entonó su canción báquica en honor del vino espumoso. Y la cantó durante
todo el resto del año, creedme.
Y casualmente ocurrió, en el mismo instante en que Caleb terminaba la canción, un incidente imprevisto.
Llamaron ligeramente a la puerta; un hombre entró vacilando sin decir «con vuestro permiso», o «¿se
puede?» Llevaba algo muy pesado en la cabeza y dejó su fardo en el centro de la mesa, sin desordenar su
simetría, en medio de las manzanas y las nueces.
-El señor Tackleton -dijo- os saluda, y como no necesita para él la torta de boda, supone que le haréis el
honor de comérosla.
Después de haber pronunciado estas palabras se fue.
Todo el mundo quedó algo sorprendido, como podéis suponer. La señora Fielding, que era persona de
infinito discernimiento, insinuó que la torta estaba envenenada y contó la historia de cierta torta que había
amoratado a todo un colegio de señoritas; pero unánimes reclamaciones decidieron el sitio de la plaza. May
hundió el cuchillo en la torta, muy ceremoniosamente y entre la alegría general.
No creo que nadie la hubiese probado aún, cuando alguien golpeó de nuevo la puerta; abrieron, y
compareció el mismo hombre, que traía bajo el brazo un enorme paquete envuelto en papel de estraza. [ Pobierz caÅ‚ość w formacie PDF ]

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