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El cuerno sonó de nuevo, pero ya tan lejano que se perdía la mayor parte de su efecto
destructor sobre la mente. Lockridge se deslizó del árbol. No esperarían que se dirigiese
inmediatamente hacia la aldea, pensó. No tendría tanta frialdad de espíritu si fuera algún
ignorante slogg.
¿De dónde había sacado esta palabra? Ciertamente no de la diaglosa, que contenía
tan poca verdad sobre esta parte del mundo. Espera, sí. Storm la había usado.
Llenó sus pulmones, apretó los antebrazos contra las costillas y se lanzó a la carrera.
El poblado era una simple aglomeración de chozas. Aunque sus paredes eran de
cemento y sus techos de algún brillante producto sintético, estaban más amontonadas y
eran más pobres que aquellas del Neolítico. A través de contraventanas y puertas que no
ajustaban bien se escapaban los resplandores que había visto.
Golpeó en la primera.
-¡Déjenme entrar! -gritó-. ¡Ayúdenme, en el nombre de ella! ¡Ayúdenme!
No se oyó respuesta, nada se movió. La casa se cerró en sí misma, como tratando
hasta de negar su existencia real.
Recorrió el poblado, gritando su petición. En el centro había una plazuela. Cerca de un
pozo de aspecto primitivo se alzaba una cruz en. forma de letra T, alta como de unos siete
metros. Sobre ella había un hombre. Estaba muerto y los cuervos habían comenzado ya a
devorarlo.
Lockridge pasó de largo. Ahora escuchaba de nuevo los cascos de las monturas.
En el lado opuesto de la aldea había unos campos que parecían sembrados de
patatas. A la claridad de la Luna pudo ver el rastro de los jinetes. Por allí se alzaba una
choza aún más miserable, si ello era posible, que las demás. Su puerta se abrió y una
vieja salió y dijo:
-¡Hey! Ven aquí, tú, rápido.
Lockridge se lanzó a través de la abertura. La mujer cerró y aseguró la puerta. Por
encima de su respiración entrecortada pudo oír cómo decía con voz de borracha:
-No es probable que entren en el poblado. No es emocionante el matar a un
campesino. Los Salvajes sí que son hombres. Además, si se entera, puede enfadarse
todo lo que quiera; sé cuales son. mis derechos, ya lo creo. Ellos se llevaron a mi Ola,
pero esto me hace su sagrada madre durante un año. No puedo ser juzgada por nadie
inferior a la misma Koriach, y la noble Señora Istar no se atrevería a molestar a Ella por
un asunto tan fútil.
La fuerza de Lockridge volvió poco a poco. Se estremeció. La mujer dijo rápidamente:
-Ahora escucha. Si haces alguna tontería, sólo tengo que abrir la puerta y pedir auxilio.
Mis vecinos son, hombres fuertes y les gustaría poner las manos sobre un Salvaje. No sé
si te descuartizarían ellos mismos o te llevarían para ser cazado por Istar, pero lo que
quiero que quede bien claro es que tengo tu inútil vida en mis manos y que no debes
olvidarlo nunca.
-Yo... no causaré ninguna molestia.
Lockridge se sentó, se abrazó las rodillas y se quedó observándola.
-Si puedo agradecértelo en alguna forma, hacer algo por usted...
No era tan vieja como parecía, se dio cuenta de repente, sobresaltándose. La
apariencia de edad, con sus ropas roídas, sus manos deformadas, su piel curtida y su
boca casi sin dientes, le habían engañado. Pero su cabello, trenzado hasta la cintura,
todavía era oscuro, y su rostro no tenía todavía demasiadas arrugas, mientras que sus
ojos estaban desvaídos por el exceso de alcohol, aunque sin haber perdido totalmente su
visión.
La única habitación de la choza estaba pobremente amueblada. Un par de camastros,
una mesa y algunas sillas, un, baúl y un armario. Pero, un momento... aquel rincón de la
cocina parecía contener algunos aparatos eléctricos, y en, la pared había la pantalla de un
comunicador, en el lado opuesto de una capilla en la que se cobijaba un labris de plata.
Ella se sobresaltó.
-¡No eres un Salvaje!
-Supongo que no. Según sea lo que quiera significar con ese concepto.
Lockridge prestó oído. La jauría se alejaba de nuevo.
-Pero viniste de los bosques, huyendo desnudo delante de ellos, y sin embargo vas
afeitado y hablas mejor que yo...
-Digamos que soy un extranjero, aunque no un enemigo. -Lockridge hablaba con sumo
cuidado-. Venía hacia aquí cuando aparecieron los cazadores y me encontraron. Es
importante -hubo un tono de urgencia en su voz- que entre en contacto con la residencia
de la Koriach. Será usted recompensada por salvarme la vida.
Se alzó.
-¿Puede prestarme algunas ropas?
Ella le miró de arriba abajo, no como una mujer a un hombre, sino con un cansancio
infinito que luego dejó paso, lentamente, a la resolución.
-Muy bien. Puede que mientas, puede que seas un demonio enviado a capturar pobres
sloggs, pero ya me queda muy poco que perder. La túnica de Ola debe de irte bien.
Lockridge se la puso, pasándola por su cabeza.
-¿Era Ola su hijo?
-Sí, el último. Las enfermedades mataron a los demás en sus cunas. Y este año,
cuando no tenía más que dieciséis, fue escogido. [ Pobierz caÅ‚ość w formacie PDF ]

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